A propósito de los síntomas sociales

Por Fátima García

Alguna vez escuché por ahí a alguien decir que, en la historia, han existido momentos que han impedido al tiempo transitar de manera igual. Tan solo por mencionar algunos ejemplos, se me ocurre pensar en los descubrimientos científicos que han cambiado el rumbo, trayendo consigo nuevas esperanzas a toda la humanidad; las grandes obras musicales que lograron traspasar el velo de los siglos y que hoy se siguen interpretando en las más importantes salas de conciertos de todo el mundo; aquellas tantas obras literarias, escritas en épocas consideradas de grandes pensadores, donde cada escritor habría entregado su apuesta creativa a las musas y sus deseos, creando ese crisol que se materializó en letras, cuyo estilo, belleza y estética aún impactan a las sociedades contemporáneas.

Pero, cuando de nuestra propia historia se trata, sería oportuno también pensar en aquellos grandes amores que marcaron nuestras vidas, que pasaron limpio, que pasaron bien, y, aunque ya no están con nosotros, permanecen en silencio, en lo oculto, grabados en nuestros recuerdos; aquellos que de vez en cuando retumban en lo más profundo de nuestras almas, alentándonos a continuar fuertes en el camino, y, a veces, aunque de manera dolorosa y repentina, nos enseñan a vivir sin ellos; esos amores que uno nunca olvida.

Sí, la historia nos permite inscribir, conocer, recordar e identificar todo aquello que está relacionado con nosotros, sin embargo, si analizamos un poco la sintomatología social que nos ha conllevado a vivir en ese continuo malestar y, de pronto imaginamos una moneda lanzada al aire que cae en cualquiera de sus dos caras, nos daremos cuenta que vivimos en un mundo que constantemente se ve amenazado por otro orden de pensamientos y acciones humanas, donde nos hemos rehusado a ver el horror de un modo directo, ya que la insistencia de pensamientos totalitarios, segregacionistas, de eliminación, siguen vigentes y ninguno de nosotros hemos estamos ajenos, tal vez porque de una manera inconsciente estamos programados y condenados a repetir lo peor de nuestra historia.

Ciertamente, cada sociedad va evolucionando a pasos agigantados junto con la tecnología, pero ¿por qué será que en un mundo aparentemente más “fácil” los miedos, los traumas, las heridas, las faltas siguen siendo las mismas que hace varios siglos? ¿por qué vivimos tan angustiados?

Es necesario decir que la angustia pareciera ser un fenómeno moderno que no depende del tiempo, ni de la cultura, y mucho menos del entorno. Simplemente, no podríamos imaginar a Beethoven componiendo la Sinfonía n°5 o a Edvard Munch pintando la icónica escena de “El grito”, sin ambos sentir esa terrible angustia que los remitió a sublimar de una manera fascinante su propia pulsión de muerte, pues pensar lo contrario sería muy insensato desde mi punto de vista.

Estamos frente a una generación que también ha aprendido a sublimar su angustia como mecanismo de defensa frente a las continuas amenazas del propio aparato psíquico, como si se tratara de una fuerza catártica o atractiva, como si fuese el último recurso necesario al no alcanzar ya las palabras, cuando aquello del orden del inconsciente, de lo real se pone en evidencia, incluso, cuando la teoría, hay que decirlo, ya tampoco es suficiente.

Para cada uno de nosotros hay una dimensión de la subjetividad que, sin duda, cambia de acuerdo a las trasformaciones de la cultura, por eso, apostar por crear un pensamiento propio, incluso por volver a aprender, y aprehender que cada idea, cada imagen, se entretejen como parte de la creación ¿cuánto hemos olvidado?

Olvidar que pensamos y podemos generar algo más allá de la destrucción, o justo por ella y con ella generar algo más que la violencia cruda. Tal vez ese sea un reto de nuestro presente, pero ¿será que algún día podremos?