San Ildefonso, cultura viva

César Pérez González

@Ed_Hooover

Nunca, en la historia de México, un recinto ha sido nuevamente pieza central de la cultura, ciencias y desarrollo político-social, como la Escuela Nacional Preparatoria. Ubicado en el corazón de la Ciudad de México –Justo Sierra 16– también es emblema de resistencia y compromiso con los ideales, juventud que se impone al régimen y atesta golpes bajo una premisa: libertad.

Pasillos largos, lajas frías que confunden su ambiente con paredes que no distinguen del tiempo su avance inevitable. Jardines, ecos donde las voces se insertan en esquinas y pilares; maderas, balcones. Si durante los primeros años del siglo anterior la literatura se realizaba en cafés, la educación humanista se practicó en las aulas del Colegio de San Ildefonso y su posterior trazo, la Enap.

Creado por la Orden Jesuita que se encargó de agrupar tres seminarios –San Pedro y San Pablo, San Bernardo, San Miguel y San Gregorio– en un solo colegio, desde la etapa novohispana –finales del siglo XVI– fue referente del quehacer intelectual. No obstante, con las reformas liberales impulsadas por el gobierno de Benito Juárez, la administración pasó al Estado.

De esta manera, hacia 1867, cuando la Intervención Francesa y el Segundo Imperio terminaron, comenzó a adecuarse. Eran los años cuando las teorías positivistas fueron adoptadas por el gobierno federal y bajo el mando de Gabino Barreda se instituyó un plan de estudios que buscara recibir a jóvenes de todos los extractos sociales.

Si bien en la Ciudad de México había escuelas de corte privado –el Colegio Francés, uno de los más conocidos–, la Escuela Nacional Preparatoria destacaba por la planta docente: pensadores, literatos y poetas; políticos e integrantes del servicio exterior fueron quienes agruparon su nómina, de tal suerte que en el umbral del Porfiriato su administración quedó en manos de la entonces Universidad Nacional, de la mano de Gabino Barreda.

Entre sus aulas convergieron integrantes de generaciones públicamente fundadas, algunas otras bajo el concepto tácito utilizaron sus espacios para darse a conocer, a manera de una declaratoria que sólo el tiempo ha sido capaz de juzgarlos y mantenerlos en el imaginario colectivo y la cultura actual.

Lo mismo aquellos de los Siete Sabios, Ateneo de México y más tarde de la Juventud, Estridentistas, Contemporáneos, premios Nobel –Octavio Paz, uno de éstos–, es decir, larga lista de partícipes que supieron detonar el momento histórico que vivían para destacar –asimismo– en la administración pública y política sucesiva. Antes de convertirse en espacio de conservación estuvo cerrado casi 12 años, cuando en 1992 se le dio el uso que actualmente ostenta.

Una de las características fundamentales del Colegio de San Ildefonso es su mirada al pasado creativo posrevolucionario. Con el triunfo del conflicto armado y la sucesiva Constitución de 1917, se abrió paso a fundar la actual Secretaría de Educación Pública, dirigida por José Vasconcelos. Bajo su idea de abrir el campo de acción cultural entregó a pintores las paredes de edificios ícono de la capital, entre ellos, la entonces Nacional Preparatoria.

Siendo el precepto acercar cualquier expresión a la gente, los muros quedaron en manos de Diego Rivera, quien pintó “La creación” hacia 1922; Jean Charlot, “Masacre en el Templo Mayor o La Conquista de Tenochtitlan”, entre 1922 y 1923, así como José Clemente Orozco, “Los aristócratas”, de 1923-1924 y “Destrucción del viejo orden”, de 1926.

Esta vía de trabajo también replicada en otros oficios, como la poesía. Justamente, cuenta Salvador Novo que durante los meses en que José Vasconcelos era rector de la Universidad Nacional, el auditorio de la preparatoria se utilizaba como sitio de mítines estudiantiles y tertulias literarias, conociendo de esta manera a Carlos Pellicer, quien destacaba por su bigote y amplia cabellera.

Por su acervo, historia y documentos que dan cuenta de su importancia en la historia, el Colegio de San Ildefonso es paso obligado para entender los cambios sociales que se gestaron aún funcionando hasta su metamorfosis. Su origen religioso y adaptación laica lo sitúan como fino testigo del México actual, siendo derrumbada su puerta principal el 30 de julio de 1968 en los albores del movimiento estudiantil, recuerdo “non grato” de lo fácil que resulta deshacerse de un legado cultural cuando la fuerza y sinrazón son más importantes que cualquier acto de fe e ideales por el derecho a decidir.