
Hay dolores que llegan sin avisar, no preguntan, nos dejan sin aliento y nos hacen experimentar la vulnerabilidad en toda la extensión de la palabra. Esos dolores pueden ser causados por una ruptura amorosa que nos desarma; una meta fallida que nos golpea el ego, o simplemente por una presión inexplicable en el pecho que aparece y nos nubla los días.
La primera reacción suele ser la negación, el enojo, la frustración o, peor aún, esa presión que se vuelve necesidad de demostrar que ‘somos fuertes’ aunque por dentro no podamos más. Vivimos en una actualidad que muchas veces nos obliga a disimular la tristeza, a sonreír para la foto, evitar la vulnerabilidad y a esconder las trizas que llevamos dentro.
Pero, ¿qué crees? sentir es inevitable, necesario y natural. Hay muchas situaciones que nos van a doler, que nos van a bajonear, a quitar el sueño y una lista interminable, pero todo eso es válido. Y aunque parezca trillado, “no somos máquinas, somos humanos”. Y en saberlo a conciencia radica el darnos permiso para aceptar lo que sentimos, vivir y experimentar la emoción con valentía y amor, y más concretamente, llorar si es necesario.
Y con ello, no me refiero a victimizarnos sino como un acto de higiene mental, de desahogo emocional, de purificación del alma. Llorar es la prueba de que estás vivo y de que aquello que perdiste o te falló, te importaba. Es ese momento en el que le decimos a nuestro cuerpo y mente: “entendido, esto dolió bastante, pero vamos a procesarlo y nos vamos a recuperar”.
Llorar no es malo, permanecer en la tristeza y el llanto, sí. Por tanto, el secreto está en el tiempo. Ese permiso de llorar para estar mal se puede asociar a una visita de 24 horas, o de una tarde, o solo hasta que amanezca. Necesitas sentir el dolor en su máxima expresión para poder reconocerlo, darle la bienvenida y despedirlo.
¿Cómo darnos cuenta de que el dolor se ha vuelto costumbre? Cuando empezamos a invertir más energía en revivir el pasado que en construir el futuro. Hay personas que se vuelven expertos en analizar los “hubiera”, en releer los mensajes antiguos, en buscar culpables y es ahí cuando sin notarlo, convierten la herida en parte de su identidad y una zona de confort de la que no se quiere salir.
Para poder salir, es importante “dejar ir” y esto no significa olvidar, dejar de invertir tiempo, energía y recursos mentales en algo que ya no tiene futuro en nuestra vida. Y es aquí donde viene la parte más difícil, pero a la vez, la más liberadora: lo que sigue. Una vez que las lágrimas se han secado, toca redirigir esa inmensa energía que gastábamos en sufrir a un reencuentro consciente con la realidad.
La familia, el trabajo, los amigos, esos hobbies que dejamos de hacer, esa rutina de ejercicio, y un sinfín de actividades que estoy segura se te vienen a la mente son tus anclas de propósito. Esos actos te deben recordar quién eres más allá de tu dolor o tu pérdida. Es aquí donde te centras en ti y en aquello que te hace feliz y te pertenece. No necesitas una motivación, tú eres tu motivación.
Así que sí, si tienes algo oprimiéndote el pecho, tómate tu tiempo, sácalo. Dale a tu cuerpo la paz de una “lloradita” necesaria. Pon tu canción más triste y haz catarsis. Pero, por favor, establece una hora para tu recuperación. Y mañana, o en una hora, o cuando la última lágrima se seque, mírate al espejo y pregúntate: ¿Qué es lo más pequeño, noble y hermoso que puedo hacer por mí en este momento? y ve por ello.
Levántate, acomoda el cojín mojado, sacude tu ropa, sonríe, frente en alto y vuelve a lo tuyo y a lo que te hace feliz. Y nunca olvides que el dolor es pasajero, pero aquello que te hace feliz, permanece para siempre.
Teresa Juárez González
IG: @teregonzz14








