Pastilla

Mayra Labastida

En un tarde de dolor de cabeza, caminé directo al cajón de los medicamentos, ahí donde un aspirina efervescente me ayudará por su condición a curar mi malestar.
Tome la caja, saque el empaque, mis dedos cortos y chatos por morderme las uñas no me permitían abrirla, el dolor de cabeza aumentaba al tiempo que pensaba que mis malos hábitos me complicaban más algunos simples detalles en la vida como abrir la envoltura de una pastilla milagrera.
Mientras mi enojo luchaba con mi paciencia, descubrí al abrir aquella pasta comprimida, seca y circular, que su apariencia era la forma exacta de mis problemas en éste momento de la vida.
Blanca, si muy blanca como la piel que me había enamorado aquel día en un evento artístico donde nuestras miradas se asomaron al amor, cuando por primera vez estrechamos las manos a un encuentro que quizá jamás debió ocurrir. Pensamos que estábamos destinados, pero jamás intuimos que sería al fracaso.
Redonda, circular, así como nuestras mejillas regordetas que anuncian los momentos de gula en esas tardes que había magia vestida de charlas que no tenían fin. También circulares las pláticas que se originaban en un punto interesante de partida y después de tantos temas regresaban a la esencia principal del encuentro entre los enamorados: el cortejo, la seducción, el deseo y falso amor eterno.
La tomo con mis dedos, observo y descubro que así de circular comenzaron a ser nuestros pleitos y las discusiones, pequeños e irreparables desacuerdos que bajaban como una bola de nieve que cada vez se hacía más grande, que denunciaba abiertamente nuestra obstinada y envidiosa forma de ser tan egoísta.
Aquella pastilla que parecía ser toda una lección de vida también era en su aspecto, seca y polvosa, como un desierto montado en nuestras vidas, un escenario sin color, que de tanta soledad quema y fatiga, cansa las piernas de caminar sin sentido, sin lugar y te hace andar sin dirección. En cada rose de los dedos se desmorona y sin querer deja pequeñas huellas de lo frágil que es. Frágil como el amor perdido en las caricias vanas que dejaron de existir hace ya varios años.
A pasos lentos fui bajando las escaleras, obligando a mis ojos a mirar inconsciente mi rumbo a la cocina conocido por mi mente, así sin que yo lo ordenara, mientras seguía observando la delicada forma de aquel medicamento que por obligación debía curarme aquel dolor descomunal.
Frente a mi, un contenedor de cristal lleno de agua, trasparente, yo debía estar sumergida en un trance que me hacía pensar que aquello que mis ojos tocaran tenía la forma de mi vida. Hubiera vendido todo lo que estaba en mis manos para ser agua, liviana llena de paz, ahí estática sin movimiento.
Pero como siempre debo alterar el orden, tome un vaso de cristal (odio beber en plástico) y abrí la llave del contenedor. La presión por la salida generaba burbujas y descontrol al interior, así como mi ser estaba funcionando, revuelta en mis emociones, ahogándome en un jodido vaso de agua.
Vi por último la pastilla que debía ser arrojada a su muerte, a su forma destinada a salvar vidas. Entonces la sumergí.
Se deshizo para trasformarse, de desintegró para salvar, se hizo agua para beberse en un par de tragos, su efervescencia reconocía su juventud temprana, y con le tiempo pedía calma para dar paz. Así como yo en mi intento de componer los descompuesto, una vida corta de pasiones efervescentes que hoy claman tranquilidad al espíritu.
Me la bebí por completo. Deje el vaso. Y me fui directo a tu sillón de pensar. Que nunca te hizo pensar nada. Una palmera se asoma en las sobras de un ventanal. Espero el efecto que señalan las instituciones en la caja, cinco o diez minutos de dolor contante hasta que mi vida vuelva a ser la de antes, sin dolor de cabeza, sólo de corazón.