Mal y de malas

Por Mayra Labastida

Todo me pone de malas, absolutamente todo. Despertar con los ruidos de la calle, que no haya agua caliente, no desayunar, sacar la basura, ir por el mandado, simplemente lo odio, no lo soporto.

Ocurre que cuando uno menos quiere las cosas, se aparecen para joderte más.

Ese día mi madre, a quien también a veces no soporto (como cualquier hijo lo hace cuando solamente emiten órdenes), me pidió acompañarla al mercado, se le dificultaba cargar las cosas y seguramente también quería un poco de compañía.

Yo estaba en mi cuarto, cuidando de mis plantas, respirando de un tiempo saludable sin gente, porque también me fastidia la gente. Pero al ser el primogénito, el mayor y sin un padre a quien darle órdenes no encontró mejor modelo de carga que yo.

Con muecas, caras, gritos y molestias, acompañe a mi madre y salimos de la casa rumbo al tumultuoso mercado de la colonia.

Montado en chanclas pensé que un paseo no me caería mal después de todo. A la tercera inmensa calle sin hablar, la historia de un paseo tranquilo cambió.

En segundos una frase me hizo volver a perder el control, una frase natural, algo cotidiano que no debía molestarme: hijo quiero ir al baño.

¿A donde carajo iríamos al baño? No había manera , mi madre padecía incontinencia y era importante acudir en ese momento, y mi plan no era socializar, pero la necesidad me obligó, así que tenia que pedir permiso en algún lado.

En la esquina próxima estaba un puesto establecido de memelas. La señora parecía muy amigable, así que con la bondad que no me caracteriza y muy oculta en mi , además de mis buenos modales que surgen solamente para pedir favores, me acerque y le dije:

  • Señora ¿sería tan amable de dejar entrar a mi madre al baño?

Y la respuesta llegó como conjuro demoníaco para mi mal humor:

  • No, no lo prestamos
  • Señora por favor le pago, pero déjela entrar.
  • No, no se puede, es que no hay agua
  • No se preocupe en lo que entra mi mamá yo voy por agua, présteme su cubeta.
  • No, ya le dije que no se puede

Mi amabilidad se acabó un segundo después de que la señora emitiera el último no. ¿Quien carajos no puede ayudar ante una necesidad tan importante como la de orinar? Odiaba a la señora segundos después de haber iniciado la conversación, deseaba verla atropellada y exploté:

  • ¿Porque carajo no puede darle permiso? Mi mamá necesita ayuda porque tiene incontinencia, ¿que chingados le cuesta pinché vieja?

Mis palabras insultantes pusieron en alerta al hijo de la memelera, un tipo de estatura mediana que estaba realmente molesto por mis palabrotas hacia su progenitora.

  • ¿Qué no oíste pendejo? (me insultaba) no hay permiso.

La tolerancia que había obligado a tener ese día se desapareció antes de que terminara de decirme pendejo. La audacia de sentirme vengador justiciero me dio el impulso para quitarme rápidamente las chanclas para no tropezar en la batalla que se acercaba.

Mis ojos ubicaron la escena que estaba por llegar y de inmediato como película de acción , busque un arma letal para el combate. Y entonces la vi, brillante como martillo de Thor, la cuchara de la manteca arriba del comal.

  • ¿Qué no te enseñaron a ser amable imbecil? (le dije convencido de que le faltaba educación y la tragedia estaba por comenzar)

Sin pensarlo le lance como estaca mortal la cuchara de la manteca que salió volando directo al pecho del crío maleducado. Todo como pasando en una escena de cámara lenta.

Los que estaban comiendo se levantaron y observaban mi mal genio expuesto y mis ganas de acabar con el hijo de la memelera.

Dos hijos defendiendo la dignidad de sus madres quienes ya estaban al filo de un ataque de nervios y a gritos intentaban calmarnos.

El lanzamiento me dejó con las manos vacías, y mi enojo involuntariamente me hizo agacharme para recoger unas piedras que estaban en el piso.

Con una piedra en cada mano, recordé la escena final de la película Joker, abierto de manos agradeciendo la belleza de ser un sociopata y esperando la reacción del retoño encabronado, quien, tal como lo tenía planeado se abalanzó hacia mi.

Me dejé tirar y cuando ya me tenía en el suelo, Justo como él pensó sería su ofensiva, tome las piedras y con un odio que me nacía desde lo más profundo, le sonraje las piedras hasta desmayarlo.

Un charco de sangre me detuvo, con la criatura defensora desmayada en el piso. Y entonces, los observadores chismosos encontraron en mi al peor de los delincuentes y se unieron para mi persecución.

Corrí descalzo sin saber donde había quedado mi madre (a quien seguramente se le habían escapado las ganas de orinar para ese momento) y me perdí en aquella jungla antes de recibir una golpiza.

Ya no me encontraron, busque refugio en la casa de un amigo una colonia más adelante y me quede dos días si avisarle a mi madre.

Cuando por fin decidí salir al mundo, como cualquier asesino serial decidí regresar al lugar de los hechos.

Me paré en la esquina de las memelas, y a lo lejos, estaban madre e hijo trabajando, a él le rodeaba en la cabeza una venda blanca que parecía convertirlo a una cebolla andante.

Me regrese a mi casa con la tranquilidad de no haber matado a nadie.

Cuando toque a la puerta de mi casa, mi madre ya me estaba esperando con un arma en sus manos muy similar a la que yo utilicé , una cuchara de plástico que no dudó en usar un segundo después de abrirme. Me llovieron cucharazos en todos lados, como madrina de judicial, mientras escuchaba la letanía de mi madre diciéndome que no me volvería a llevar a ningún lugar.

En cada golpe entendía, el agradecimiento de mi madre por haberla salvado y el gusto de verme llegar, aunque fuera un prófugo de la justicia.