La otra cara de la moneda… Incidencias sobre la infancia anormal

Fátima García

Sin duda alguna, la sutileza de los nuevos mecanismos de Estado asociados a los modelos de control radica en plantear una preocupación excesiva por el niño, su cuerpo y su entorno. Preocupación que inscribe un doble discurso, pues la ironía de una época que, al resaltar la “defensa de los niños” como estandarte de legisladores, activistas, trabajadores sociales y académicos, promueve a la vez que niños sean aniquilados por el hambre, los tráficos, las guerras, la injusticia, el abandono, la degeneración de sus cuerpos, el olvido y las diversas catástrofes causadas por situaciones socio-políticas sostenidas por los escenarios del poder, donde su dolor se ha manifestado como angustia en la sociedad y resuena “oculto” en su ser, devastando así la subjetividad.
Sin embargo, tal pareciera que esta cautela exacerbada está bajo la investidura del biopoder sostenida por el “hacer vivir” y “dejar morir”. A partir de esta retórica de control, la infancia ha sido bien aprovechada por el consumismo haciéndose acompañar también de una serie de ideologías económicas bajo argumentos “posmodernos” en donde la felicidad, la satisfacción, el bienestar y lo ideal solo serán logrados por ese hiperconsumo.
Esto, desde luego, sigue impactando en los procesos de narcisización que, además de contribuir a romper el lazo social enuncian frases como: “puedes ser el amo de tus acciones” o “puedes lograr todo lo que te propongas” provocando así un debilitamiento de sus propios límites y claro, sin dejar de lado las promesas de libertad, ya que este sistema también ha hecho creer a los niños que son libres, pero ¿libres de qué? si ese ha sido otro engaño perverso del mundo contemporáneo, ¿no más bien sería quizá otra mentira necesaria que los prepara desde temprana edad para brindar continuidad al sistema de explotación vigente? pregunto solamente, porque de otra manera, no se estaría anticipando su pronto declive y servidumbre al neoliberalismo, reduciéndolo a ser un engranaje más en la máquina de la reproductibilidad.
Por supuesto que, como parte de estos procesos, el infante aprende a inscribir marcas y estilos de vida, a comprar compulsivamente como una manera de pasarla bien o tener esparcimiento y esto se convierte a su vez en formas vivenciales desorientadas donde el niño es colocado dentro de un círculo de insatisfacción; aprende a perseguir con la imposibilidad de encontrar buscando colmar de sentido lo que no es otra cosa que nada, un agujero que entre más se le quiere llenar, más se vacía.
No podemos negar que la infancia también se diluye entre una lluvia de clasificaciones donde los narcóticos ya no tienen efecto de manera aislada, pues en esta sociedad del consumo encontramos una serie de patologías que se denominan “del siglo XXI”. Ya no se trata solamente de niños descarriados, rebeldes o criminales, ahora el niño es acusado de padecer TDA, depresión, ansiedad, déficits, bulimia, anorexia, intentos de suicidio, etc.
Tal pareciera que el biopoder como mecanismo de Estado tiene un interés velado en construir un infante que actúe en pro del ejército de la maquinaria económica de consumo voraz, privándolo del lenguaje e imposibilitando a establecer ese lazo social que permite el reconocimiento de otro, demostrando así, que existe un conjunto de nuevos síntomas que han salido a la superficie invocando con su inquietante presencia a los monstruos obscenos de la razón.
Tal vez podamos decir que este es sin duda, otro rostro en la cultura del consumo.