El sueño

Por Mayra Labastida

Llego en un momento de caos para mi mente, su luz cegaba mi moralidad, mi educación y mis principios. Los barría como un guardián centinela de sus propios deseos y necesidades.

La vi en una escena como bajando del cielo, en una danza aérea sin telares, descendía como una estrella fugaz que ha decidido hacer lenta su velocidad para llenarme las pupilas de lágrimas que estallaban inciertas por un extraño sentimiento.

La tenía de frente. Hermosa y sonriente ante mí, así como la había deseado en mis adentros, en la magnificencia de los pensamientos prohibidos, en el talud de mis paredes destruyendo mi pasado y construyendo mi nuevo futuro.

Una mujer al fin, de señales finas y rostro delgado. Ojos negros como mis intenciones, fría de piel para recibir el calor de mis manos, suave tan suave como las sábanas que nos vestían de violeta.

Cayó tendida a mi lado para admirarla. Era mi propio sexo visto con mi ego escondido en el resplandor de lo que ahora anhelaba: su cuerpo hinchado de sentir los mismos deseos guardados saliendo por primera vez a escena.

Las líneas delgadas de su cuerpo fino dibujado por Dioses. Aquellos Dioses de lo banal, de la sensualidad, del deseo y la lujuria plena.

Si, ella fue diseñada con la mano fina de un dibujante excelso, arte pura en cada curva delineada.

La tome de la cintura, asegurándome de hacerlo con la forma dominante que pretenden los que no son semejantes a nosotras. La acerque a mi rostro, que también delgado le iba conociendo centímetro a centímetro con el tacto, hasta acercarme a sus labios carnosos, que también morían por besarme.

Metí mi lengua, para probar la suya, imaginando el abismo de sus entrañas mojado, esperando por mis besos.

Las cabelleras largas de ambas, acariciaron la piel de cada cuerpo ajeno, con cosquilleos y comezón que se olvidaban al paso de aquella ardiente sensación de probar por primera vez lo desconocido.

Los pechos duros de ambas se ablandaban en las manos ajenas que apretaban las ganas para calmarlas.

La vi deslizar cada centímetro de su piel en la mía, lavando con sudor sus penas del que dirían si lo supieran, nuestro secreto envuelto en una burbuja de jabón, que delgada se rompería al primer juicio ajeno de la sociedad que tiene una enfermedad rara donde solo habla de lo que no conoce.

Sorda y ciega por solo querer saborear y robarme la esencia de su ser, me detuve en un instante eterno y entonces ella me miro a los ojos y me dijo: ¿Quieres ir por algo de comer amiga?

Y en segundos me desperté a la cruda escena de mi presente malvado, y pude ver sus ojos reales, su distancia real y lastimera, su deseo vacío por las miradas ajenas, su desencanto por mi sexo y su platica que la devaluaba al mendigar el amor de un novio idiota.

– Vamos amiga, yo también tengo hambre.