Chango

Por Mayra Labastida

La noche estaba a la mitad del amanecer, Chango y sus amigos salían de la fiesta, la parranda estaba empezando a sacar las delicias de la embriaguez. Risas desbordadas, camisas desfajadas, el placer de la convivencia con los amigos de fiesta. Porque los amigos reales están guardados en sus casas, pero los de parranda siempre te acompañan, nunca cambian, son personas muy semejantes, que se embelesan de las consecuencias de cualquiera que sea el vicio.

Están curtidos de la misma forma, arañan la desfachatez del desmadre, y se combinan con la fórmula infalible de los que gozan de la fiesta: la locura.

Chango se sostenía de los hombros de aquellos dos amigos suyos que le servían de pilares, y le ayudaban a trazar la dirección de un camino que debían seguir para regresar a sus casas.

Aunque para chango no era buena idea llegar en ese estado. Su madre le había sentenciado una buena paliza por desvergonzado, llevaba días en la parranda y esta vez estaba seguro que lo echaría de la casa.

José Alfredo Jiménez los acompañaba en sus coros:

“Tómate esta botella conmigo
Y en el último trago nos vamos
Quiero ver a qué sabe tu olvido
Sin poner en mis ojos tus manos
Esta noche no voy a rogarte
Ésta noche te vas de a de veras
Qué difícil tener que dejarte
Sin que sienta que ya no me quieras”

El dolor que sentía por el abandono de Estelita, le llenaba las ganas de perderse en las botellas de ron barato que alcanzaron a comprar.

Con varias calles avanzadas a tropezones, uno de sus amigos ya estaba al borde de enfado, cargar a chango significaba tener todo el peso de su cuerpo embriagado, por lo que también se le dificultaba caminar.

En plena oscuridad de un callejón que era el escenario de aquella parodia de Pedro Infante saliendo de una cantina, el amigo cansado gritó:

¡Bueno ya basta Chango! ¡No podemos seguir caminando así, no dejes que el alcohol te domine, tú puedes hacerlo, tú puedes caminar solo!

De inmediato el otro compadre que también servía de bastón, pensó que en realidad chango podía continuar su paso solo, y apoyando la idea lo soltó dejándolo sin equilibro para sostenerse.

Chango recordó la angustia de sus primeros pasos rumbo a los brazos de su madre, mientras sus dos amigos le gritaban entusiasmados:

¡Tú puedes chango, un paso a la vez!
¡Si se puede amigo! ¡Venga pasitos pequeños!

Chango comenzaba el maratón de esa madrugada, seguro, confiado, alejado de sus dolores, pensando únicamente en que el alcohol no iba a dominarlo.

Comenzó a dar pasitos, uno a uno, confiando en la fuerza que de algún lado venía, y caminó hacia sus amigos demostrando que él podía con eso y más.

Como una escena de zombies, chango apenas se veía estable en su andar. Sus amigos igualmente ebrios lo seguían motivando hasta que uno de ellos varios metros adelante dijo:

• ¡Vamos chango lo lograste ahora, corre chango, corre!

Chango, como en una final de competencia corrió mirando a sus amigos como si fueran la meta de aquel maratón, y con movimientos veloces al nivel de una tortuga, se impulsó hacia ellos para alcanzarlos al paso veloz que él creía que era correr.

Un pie le tapó el paso al otro pie y chango que había olvidado para que le servían sus brazos cayó como tabla en el asfalto.

Las risas de sus amigos brotaron como una fuente seca de agua que avienta el primer chorro a borbotones, quienes se tiraron al piso con las carcajadas que hacían que los perros de la calle ladraran.

Chango embarrado en el suelo, no dejaba de pensar en Estelita y en que le dolía más el corazón por si abandono que el golpazo que le dejaría serias heridas en la cara.

Entonces los amigos llenos de la energía que te da un gran shot de carcajadas, se conmovieron de aquel chango borracho que inmóvil aguardaba pidiendo en silencio su ayuda.

Vámonos changuito, te dijimos que corrieras pal frente no para dentro de la tierra, y caminaron para dejarlo en casa de su madre quien seguramente al verlo, ya no lo correría de su casa.