Carta Póstuma

Por Mayra Labastida
Mi estancia en este mundo por fin estaba terminando, ya me había tomado todo el frasco de pastillas de diclofenaco, el único medicamento que tenía en mi austera caja de fármacos.
Quería envenenarme, acabar pronto con todo esto que me inundaba de sentimientos encontrados, olvidarme que ya no deseaba volver a ver mi presente. Pero, como siempre, había olvidado dejar por escrito alguna leyenda, las palabras que dijeran los motivos de mi partida, lo cobarde que era para tomar esa decisión: una carta póstuma.
Realmente me preocupaba, el primero en asomarse a ver mi cadaver no solo pensaría en la fatal imagen que ya no podría borrar de su mente, también pensaría que me había tomado el tiempo de explicar a mi familia los motivos, esa carta podría disculpar un poco mis acciones.
De alguna manera todos dejarían de pensar en lo maldita egoísta que era y entonces sería respetada por mis motivos.
En unos momentos comenzaría mi agonía, faltaban solo unos minutos para que las pastillas revolvieran mi estómago y yo sin haberme preparado. La maldita mala manera de hacer todo mal, todo de prisa, de tener siempre cosas que hacer, ahora estaría esperando la muerte y repasando mi vida como dicen qué ocurre, pero no, ahora solo quería tener una hoja y un lapicero frente a mi.
Me urgía irme. Tantos problemas, tantas ausencias, deudas y falta de dinero. Ya quería estar del otro lado aunque no supiera a dónde llegaría. Ya sabía un poco, quizá lo que todos creemos: que si el cielo, que si el infierno, que la reencarnación, que otros mundos en el cosmos.
Aun consciente comencé a buscar la hoja y el lapicero, era increíble que no pudiera encontrarlos, mis hijos se lo habían llevado todo a la escuela ¿quién carajo se lleva todo? Busqué en todas partes y no encontré nada.
Al fin y debajo de la cama se asomaba un lápiz, cuando estiré el brazo para sacarlo me di cuenta que estaba mordido de la goma y sin punta ¿de dónde malditas consigo un saca puntas?
Fui para la cocina y mi único cuchillo era de sierra, a pesar de saber que no era buena idea tratar de sacar filo lo intenté , pero de tanta presión me llevé parte del dedo índice.
Con el dedo sangrando y un dolor que comenzaba a tener en el estómago abrí los cajones de la cocina. Siempre hay un cajón “guarda porquerías” donde encuentras pilas viejas, velas de cumpleaños, tijeras rotas, tarjetas de presentación o tickets de compra.
Pensé en ocupar el reverso del ticket, pero aun así no encontraba con qué escribir, seguí buscando en medio de tanta basura inservible que guardaba y hasta atrás ahí escondida estaba una pluma sin tapón y al lado una mancha de tinta azul que delataba su color.
Saqué de atrás la herramienta que me salvaría del qué dirán, la respuesta a las dudas de mis hijos, de mis padres. Comencé a sentir más fuerte el malestar en mi estómago y con él, náuseas leves, me estaba empezando a morir y yo sin escribir una sola palabra.
Para continuar con mi racha de mala suerte la única pluma que había encontrado no quería escribir. Ya rara me sentía y aun así coloqué la pluma entre mis manos y la froté, como pidiéndole permiso, la sacudí, como pidiéndole que reaccionara, no sé cuánto tiempo había estado ahí secándose, no había servido para nada, así como yo, y hasta el final seguía quedando mal, así como yo, yo esperaba lo ultimo de ella, pero debía ser como yo, dando lástima hasta el final.
Lo intenté, aun así debía funcionar, rayé mi zapato, remarqué el ticket, y sólo había rayas que hundían el papel. No se me hacía justo. Tanto sufrirle para que nadie se diera cuenta. Quizá sí era una maldita egoísta que sólo quería la atención de los demás.
La cabeza comenzó a darme vueltas, me daban punzadas, seguía rayando, debía salir tinta. Un dolor mortal en el estómago me dobló, seguía rayando, debía salir tinta. En mi boca un líquido amargo se sentía, seguía rayando, debía salir tinta. Vomité un líquido amarillo y viscoso, seguía rayando, debía salir tinta. Mi pecho se colapsaba entre un dolor que quemaba y la falta de respiración, y al fin una tenue tinta me dejó escribir lo que aquella pluma y mi vida significaban: “Nunca sirvió de nada”.
MILC