Carlos Pellicer, poeta iberoamericano

César Pérez González / @Ed_Hooover

Corría 1924, una vez consolidado el poder revolucionario de la mano de Álvaro Obregón junto con la campaña educativa de José Vasconcelos el país se configuraba en cada extracto de la administración pública. El peso cultural del maestro alcanzaba, por así decirlo, a todos los rincones del continente; México era columna vertebral alfabetizadora y, con ello, emergía Carlos Pellicer Cámara como el gran poeta de América.

No es exagerado que Carlos Pellicer lograra ese reconocimiento, en especial por su labor lírica y participación en el ahínco vasconcelista, ya fuera impartiendo clases de gramática u organizando lecturas de poesía en comunidades indígenas, inclusive, años más tarde, siendo importante activo en su campaña presidencial de 1929.

Prueba de ello es “Piedra de sacrificios”, libro catalogado como “poema iberoamericano”, que buscaba exponer bajo un mismo signo el valor continental soportado por la tradición hispano-portuguesa. “Piedra de sacrificios”, por desgracia confundido con “Piedra de Sol” de Octavio Paz, era producto de viajes amparados bajo la bandera de intercambios universitarios del Congreso Internacional de Estudiantes a los cuales tuvo acceso Carlos Pellicer.

Justo alude el caso José Vasconcelos en el prólogo, cuando enfatiza que al término de las reuniones en México, Chile, Colombia o Argentina se percibía la hermandad de cada pueblo hasta detonar elementos particulares que a todos los presentes identificaba, trascendiendo el concepto de Patria. En el fondo esta visión ya contenía el germen universal que identificó al grupo de Contemporáneos apenas unos años después cuando el nacionalismo como expresión pública fue motivo de debate en la prensa cultural mexicana.

En “Piedra de sacrificios” Carlos Pellicer apuesta por ese ambiente juvenil que no encasilla a la lírica en una zona geográfica, sino que se vale de ella para unir bajo el peso del signo –palabra– el color americano. Sin embargo, no se queda únicamente en ese postulado, al contrario, subraya la tradición hispano-portuguesa en tanto pieza inquebrantable de la poesía al comienzo del siglo pasado. Es curioso que a la par de Europa Carlos Pellicer también observa la influencia norteamericana en el oficio, sólo que no se trata de exaltar símbolos espaciales –lagos, cataratas, penínsulas–, sino equipararla con lo efímero, huellas en un baúl.

Asimismo, son habituales sus alusiones religiosas, desde Jesucristo hasta Galilea; las Navidades o el peso moral de una ciudad como Roma. En sí, los 27 poemas de “Piedra de sacrificios” son una radiografía de todo aquello que define al iberoamericano como vínculo hacia lo universal: lo racional, el misticismo egipcio, el Atlántico, etcétera.

A punto de cumplir cien años, la experiencia de lectura sobre “Piedra de sacrificios” ofrece un Pellicer no solamente dueño de voz intensa, hábil expresionista o versificador abundante, es el mejor poeta de su generación, lugar debatible al contemplar en la ecuación a José Gorostiza. En todo caso hay que considerar que para 1924 no supera los 27 años y piensa en un texto que agrupe e identifique al hablante castellano donde quiera que se encuentre.

Esta suerte de poética no será intentada en lo inmediato, al menos hasta el “Boom Latinoamericano”, por lo cual es admirable que Carlos Pellicer observara puntos equidistantes que significan lo mismo para España o Perú. Esta facultad, obviamente, lo identifica como un adelantado a su época, pues a la par de “Piedra de sacrificios” todavía en México se habla de qué generación tiene el derecho de inscribirse a la sombra de las vanguardias literarias.

El tema pasa desapercibido para Carlos Pellicer, ya que opta por el trabajo poético sin etiquetas explorando lo mismo el valor estético del octosílabo que dejarse llevar por el arrebato del verso libre; el trópico o la sombra, el vuelo de las aves o el poder de la fe. Una característica más: “Piedra de sacrificios” también ejemplifica su habilidad para transitar del poema corto al de “largo aliento”, estilo que será aprovechado profundamente durante el resto del siglo XX.

En suma, leer a Carlos Pellicer es regresar a un poeta sin ataduras, Hermes tropical, quien transita de lo contemplativo a la acción de la palabra por el gusto de hacerlo; mensajero y guía del lenguaje, un genio maduro como lo definió José Vasconcelos.