
En las últimas semanas, en Puebla, se han dado tragedias provocadas por arrancones y “carreritas” que han destapado una realidad desgarradora y nos han obligado a voltear a ver las estadísticas: los accidentes viales son la principal causa de muerte entre los jóvenes en México. Esta cifra alarma porque refleja la inquietud de algunos adolescentes y jóvenes por coquetear peligrosamente con el riesgo constante que, en ocasiones, los lleva a la muerte.
El impulso de pisar el acelerador a fondo, de ir en contra de las leyes de tránsito y desafiar la lógica básica de supervivencia, tiene explicaciones profundas. La Psicología expone que existe la “ilusión de invulnerabilidad”, una creencia juvenil de que las consecuencias graves solo le ocurren a otros. Esta percepción se empeora por el desarrollo cerebral, pues la corteza prefrontal, responsable del juicio, el control de impulsos y la evaluación de riesgos, madura hasta bien entrados los 20 años.
A esos factores psicológicos y biológicos, se suma el contexto social, como un acelerador. La presión de ese grupo de amigos que se suben al mismo vehículo aumenta la probabilidad de tomar decisiones arriesgadas para impresionarlos, buscar su validación y encajar socialmente.
Las cifras son muy claras. En el primer trimestre de 2024, en México 1473 jóvenes de entre 15 y 24 años perdieron la vida en un accidente vehicular por exceso de velocidad. En la actualidad, cada día, un promedio de 22 jóvenes de entre 15 y 29 años pierden la vida en el asfalto. Estos datos solo nos recuerdan que la inexperiencia al volante, combinada con la búsqueda del riesgo constante, las distracciones y el consumo de alcohol, forman una mezcla mortal.
La tragedia nos obliga a mirar más allá del volante e identificar lo que hay detrás de esa necesidad de riesgo. No basta con lamentar la pérdida, es necesario abordar estos factores desde la educación, la salud mental y la regulación pública para evitar que más familias mexicanas reciban la devastadora noticia de que una “carrerita” terminó en luto.
Para abordar esta problemática es necesario aliarnos gobierno, sociedad, instituciones educativas y familias, a fin de crear e implementar acciones de prevención como:
Restricciones de conducción nocturna: Limitar las horas en las que los jóvenes pueden conducir sin supervisión, ya que la visibilidad y el riesgo aumentan.
Límites de pasajeros: Prohibir o limitar el número de pasajeros jóvenes no familiares durante los primeros meses de licencia, reduciendo la presión del grupo y las distracciones.
Programas de testimonios de impacto: La colaboración con servicios de emergencia y víctimas, compartiendo experiencias reales, tienen un mayor impacto que la educación vial teórica.
La prevención de este tipo de conductas de riesgo no es una responsabilidad individual, sino un desafío general que requiere políticas públicas audaces y el compromiso familiar activo. Adoptar prácticas preventivas puede ser la diferencia entre un joven que vive una vida plena y otro que se convierte en una estadística más de la velocidad.
Teresa Juárez González
IG: @teregonzz14












